domingo, 1 de diciembre de 2019

El flujo del tiempo (fragmento)

My Acid Workshop (Where I do my Etching) (1910)
Carl Larsson


A Balam le gustaba visitar a su tío, el relojero. Siempre tenía dulces y chocolates en una cajita de cristal pero lo que más le gustaba eran los relojes cucús. En una de sus visitas, vio a su tío arreglando uno y le mostró el mecanismo. Quedó sorprendido con el movimiento de los resortes, engranajes y las pesas que seguían el compás que marcaba el péndulo. Le encantó ver el gorrión de madera que salía a cantar cuando la manecilla grande pasaba por el número doce, impreso en letras góticas sobre la carátula. Eso le había sorprendido a la edad de diez años y cuando aprendió a andar solo en la ciudad, desde los once años, lo visitaba cada sábado antes de salir por las tardes-noches con José para vagar por la ciudad.

Ese sábado, encontró a su tío inspeccionado dos vasijas: una arriba de su escritorio y otra abajo. Las vasijas estaban hechas de arcilla blanca y tenían grabados en su parte exterior jeroglíficos egipcios. Las vasijas tenían forma de cono con la punta cortada. Se apoyaban sobre la superficie desde la base circular más pequeña. La vasija de abajo tenía pintadas por dentro barras verticales que indicaban números hasta el 12. A lado tenía una cubeta llena de agua: “Ven Balam, mira lo que me regaló uno de mis clientes”, Balam se acercó, “llena de agua la vasija del escritorio”, ordenó su tío. Balam tomó la cubeta y la vació en la vasija. Balam observó que el agua fluyó hacia la vasija del piso por un orificio de la base de la que estaba sobre el escritorio. “Ahora toma ese cuadro de madera y tapa la vasija de arriba”, Balam lo hizo y observó que el flujo paraba: “¡No manches!”, dijo sorprendido Balam. “Impresionante no crees”, dijo su tío sonriendo, “es una clepsidra, ésta es una réplica de las que usaban los guardias egipcios para marcar sus turnos por la noche. Es un reloj de agua.” “Pero no creo que se puedan medir segundos o minutos como los relojes de arena que me enseñaste”, retó Balam.

El relojero tomó un bote de plástico de una papelera bajo el escritorio, lo puso sobre la mesa. Sacó una chincheta de un cajón, con ella le hizo un agujero casi a media pulgada a la base de la botella de plástico. Llenó la botella de agua y la cerró. Colocó dos libros como de dos pulgadas de grosor, uno sobre otro, encima del escritorio. Después arriba puso a la botella llena de agua, cuando abrió la tapadera, salió un chorrito fino de agua del agujero que había hecho con la chincheta. Cuando cerró la tapadera, el chorrito dejó de salir. Tomó un vaso y lo puso sobre el escritorio a la distancia donde caía el chorrito de agua. Sacó su cronómetro de uno de los bolsillo de su saco, abrió la tapadera y el chorrito fue cayendo adentro del vaso sobre el que fue rayando, cada diez segundos, al nivel donde llegaba el agua: “Para medir el tiempo se necesita un acontecimiento regular como puede ser el movimiento de los astros. O bien la caída de un fluido a través de un orificio. O bien el descenso de unas pesas”, decía el tío de Balam, “¿cómo se quiere medir el tiempo antes de saber que siempre se mide en relación a otros fenómenos? El movimiento del sol y la luna mide los años y los meses. El movimiento del péndulo las horas. El flujo de la arena y el agua es el flujo de los minutos y segundos. Los relojes siguen siendo una referencia fundamental para medir el paso del tiempo y éste es la variable independiente de cualquier fenómeno”. Entonces sonó el cucú, eran las siete de la noche y Balam se tenía que ver con José a las siete y media en el parque. “Me tengo que ir, tío”, dijo Balam mientras dejaba a su tío con sus reflexiones sobre relojes de agua, arena y sol, sobre el tiempo y su imparable flujo.

Raúl Fierro
Casa de las Ciencias de Oaxaca
Camino Nacional 4 San Sebastián Tutla, Oaxaca
51 7 50 87

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