jueves, 20 de enero de 2022

Ivonne

Mujer dormida (Kizette) (1935). Tamara de Lempicka
Fuente: Wikiart


I
Ivonne Padilla Maldonado vivía sola en un departamento donde pagaba la mitad de la renta con un amigo inglés que se llamaba Rudyard Owen. Él era de Brighton y vivía en el barrio de Alabama; “un nombre chusco”, le dijo alguna vez Ivonne.

Los papás de Rudyard eran los únicos blancos con una lavandería en Alabama. Las demás les pertenecían a chinos, árabes e hindús. A Rudyard le gustaba Oaxaca por lo fácil que era vivir con el dinero del seguro de desempleo. Él era flojo, le gustaba fumar marihuana y cocinar guías de tasajo. Era un amante de la cocina: había hecho moles con mariscos y copiado la especialidad de una gran cocinera alegre y discreta: las garnachas de pulpo. También conseguía carne de caballo en Tlacolula para comerla en una receta estilo tártara.

A Ivonne la cortejaban, o la acompañaban, grandes artistas, políticos poderosos y extranjeros que venían a Oaxaca a gastar su dinero en mezcal y marihuana, sin embargo, ella no consideraba eso exitoso. Su familia la había educado para que terminara una carrera sólo para pasar el tiempo en lo que se encontraba un marido estilo caucásico que le pagara los viajes, las fiestas, la ropa entre otras comodidades.

Su mamá quería que tuviera hijos. Su padre y hermanos le habían enseñado que los hombres no daban favores sin esperar algo a cambio. La escuela católica a la que asistió le inculcó la culpa en todos los placeres de la vida. Amigos verdaderos sólo los de su esposo.

Ivonne tenía muchas amistades masculinas y las clasificaba según su uso: unos eran para salir a cotorrear en las fiestas, otros para cargar sus muebles y hacer los arreglos de su casa, los demás para cumplir las fantasías que sí deseaba que pasaran. Se levantaba muy temprano, justo cuando la luz diurna iluminaba su cuarto. Después de bañarse, se preparaba un cóctel de frutas y lo acompañaba con yogurt. Después iba a su trabajo que se encontraba a dos cuadras de su departamento. Ella impartía clases de español para extranjeros. En una de esas lecciones conoció a Rudyard. Al terminar sus clases, iba a comer con un amigo, quien casi siempre le invitaba. Después iba a su segundo trabajo: editaba textos para una editorial local. Este segundo empleo también se encontraba muy cerca de su departamento. Ella nunca gastaba en pasaje. Por la noche, cuando tenía ánimo, iba a las fiestas más exquisitas de Oaxaca llenas de licores, marihuana y deliciosos aperitivos. A veces, cuando lo deseaba, se iba a su departamento con un amigo de la fiesta. Ningún hombre había abusado de ella, ni la había obligado a hacer algo que no deseara, ni le había pedido un favor de regreso. Todos sus amigos la adoraban y la querían mucho. Sin embargo, se quejaba mucho de esa vida porque nada de eso sentía que se lo había ganado.

Ivonne podía cubrir, casi por completo, sus necesidades culinarias y de esparcimiento por medio de sus amigos. La mayoría de su sueldo lo asignaba para su renta y algunos libros sobre el amor y la juerga. Nunca tuvo que pedir algo a sus amistades-hombres, ellos siempre se ofrecían. Ninguno le exigió sexo por alguna invitación o favor. Ella sabía que cumplía ciertos deseos de ellos cuando la acompañaban: a unos les agradaba sólo ver su cuerpo (tenía unas hermosas piernas que le otorgaban el carácter de una diosa al andar) y algunos estaban con ella por sus consejos sobre cómo tratar a las mujeres. Pero ella sólo deseaba ir de fiesta con sus amigas a la playa y tener sólo un hombre en su vida.

A pesar de ese deseo, su ritual de masturbación decía otra cosa. Lo hacía pensando en un hombre de 180 kilos, de 1.90 m de altura, sudoroso: era su dios dionisíaco, su buda iluminado, su santo primitivo. Casi siempre se masturbaba los viernes en la tarde-noche. Se metía a bañar y con una esponja, que untaba con un jabón líquido olor a fresa, se acariciaba todo su cuerpo: sus pequeños senos con pezones color rosa, su vientre plano, su vello púbico en forma de línea que casi no cubría su dulce caramelo y sus nalgas frondosas que se separaban de forma coqueta al recoger el champú. Después de bañarse, se cubría con su kimono y caminaba descalza hasta su cama. Se recostaba y sentía como la bata rozaba sus pezones. Entonces ella se acariciaba entre sus senos, pasaba las yemas de sus dedos por su ombligo para rozar sus labios vaginales. Los acariciaba suavemente hasta que se sentía mojada, entonces tocaba su clítoris, mientras sentía ese pulso eléctrico en su espalda. Después penetraba con sus cinco dedos la jiotilla de su cuerpo. Entraban y salían hasta sentir que un calor le recorría el vientre y explotaba en su corazón. Terminaba sudada y con una sonrisa plena en su rostro. Un segundo después se sentía culpable de pensar en su dios. “Debería ser un hombre rubio, de cuerpo atlético ¿por qué pienso en alguien así?” Siempre terminaba preguntando mientras el sol se iba ocultando y su cuarto se llenaba de una fresca oscuridad.

Raúl Fierro
Casa de las Ciencias de Oaxaca
Camino Nacional 4 San Sebastián Tutla, Oaxaca
51 7 50 87

No hay comentarios:

Publicar un comentario